La última selva mediterránea, con casi 170.000 hectáreas de exuberante vegetación, se extiende por dieciséis municipios de la provincia de Cádiz y uno de la provincia de Málaga; es el llamado Parque Natural de los Alcornocales. Sus especiales condiciones climáticas, de características similares a la de territorios selváticos subtropicales, han hecho posible esta conjunción de foresta y fauna que propiciaron el asentamiento humano desde la Edad de Piedra.
Guiados por José Antonio Gutiérrez “Guti”, apasionado conocedor de este entorno natural, visitamos la finca de Bacinete y el Arroyo de San Carlos del Tiradero, ambos puntos situados entre los municipios gaditanos de Los Barrios y Facinas, en el espectacular entorno del Parque Natural de Los Alcornocales.
El Santuario de Bacinete
Al inicio de la ruta, el bosque de alcornocales nos oculta los grandes bloques de piedra arenisca en los que cóncavos abrigos o covachas albergan más de cien pinturas post-paleolíticas. Estas obras de arte rupestre, al que el investigador alemán afincado en Tarifa Lothar Bergmann comenzó a denominar como Arte Sureño, las contemplamos ayudados con reproducciones en papel facilitadas por nuestro guía, con las que seguimos las doctas explicaciones de su clase magistral, analizando un gran número de antropomorfos (figuras humanas) en aparentes danzas o portando supuestas herramientas, así como una amplia representación de zoomorfos (figuras de animales), todos pintados de forma esquemática.
A escasa distancia de estos abrigos, el eficiente Guti nos dirigió hacia el lugar donde se hallan algunas de las enigmáticas tumbas antropomorfas talladas en la piedra. Tumbas que siguen originando controversia entre los expertos, tanto por su antigüedad, como por el uso que se le dieron en el ritual funerario. Terminamos la visita a la finca contemplando desde gran altura una bonita vista de la Bahía de Algeciras, donde destaca la imponente roca de Gibraltar resguardándola por Levante.
Arroyo de San Carlos del Tiradero
Continuamos nuestra visita al Parque, ahora por el sendero del Arroyo del Tiradero que, a diferencia de otros canutos de la zona, bajaba con abundante agua, formando a su paso profundas pozas delimitadas por piedras de gran tamaño, donde la exuberante vegetación luchaba por conquistarlas.
En este entorno el árbol emblemático es el quejigo que, dadas sus favorables condiciones de umbría y humedad, desplaza al alcornoque. Denominado también roble andaluz, resulta extraño que su nombre científico sea Querqus Canariensis, aún cuando en el archipiélago canario no existe. Árbol de gran robustez – puede alcanzar una altura de 30 metros – con ramas vigorosas en las que crecen vistosos helechos aprovechando la materia orgánica que se depositan en ellas, confiriéndole un singular aspecto.
Estos quejigos, debido a las podas que desde tiempos ancestrales se han visto sometidos tanto para la producción de carbón, como para el abastecimiento maderero de la construcción naval, han perdido su estructura primigenia, adquiriendo peculiares formas de candelabros.
Y no todo fue caminar
Después de disfrutar de tan satisfactoria marcha llega la hora del refrigerio y, ni que decir tiene, nuestro guía escogió el marco ideal para tal menester: una pequeña descubierta en la ribera del arroyo con profunda poza incluida, que hizo las delicias de los excursionistas animando a algunos de ellos a darse un chapuzón. Y, a la manera que acostumbramos en Euskádiz, durante el almuerzo compartimos alimentos, bebidas y animada conversación. Un día feliz en un idílico rincón de la provincia de los bellos contrastes.
Texto e imágenes de J. dos García Obra bajo licencia Creative Commons
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